Un breve comentario sobre la imagen de la ciudad
Reseña por Baltasar Fernández
En general, el pensamiento urbano ha sido pensamiento anti-urbano desde sus inicios, en las décadas en que sucedió la explosión demográfica de las grandes ciudades industriales modernas, desde el norte de Europa hasta los Estados Unidos. La ciudad es un monstruo de enormes dimensiones, grisáceo por el hollín y el asfalto, denso sin horizontes, fuera de la escala humana del paseante, impersonal porque no hay posibilidad de establecer lazos cercanos con tantísimas personas, o porque uno no puede entretenerse en atender a los miles y decenas de miles de cuerpos con los que convive y se cruza a diario en los espacios comunes de la aglomeración y la gran vía. Como alternativas, los utopistas del siglo XIX imaginaron una ciudad reducida en tamaño, orgánica en sus funciones, e integrada con el entorno rural en derredor (una ciudad jardín llevada al paroxismo de la ciudad vertical que Koolhaas describe en su Delirio de Nueva York), y los sociólogos de Chicago descubrieron la vida del barrio como un remedo de la pequeña comunidad tradicional donde la relación cara a cara aún sería capaz de crear controles informales, espontáneos, que atajaran los grandes males atribuidos a la monstruosa ciudad moderna sin necesidad de recurrir a las instituciones públicas de control, tal como Jane Jacobs y Oscar Newman tradujeron en la sencilla idea de las ventanas que miran a la calle. Lynch, sin ser lo uno ni lo otro, se muestra como un fiel heredero de esta tradición que pretende diseñar ciudades vivibles cercanas a la óptica del ciudadano de a pie, ciudades comprensibles (legibles, en su terminología) donde un plano relativamente sencillo, jalonado de hitos que anclen la experiencia urbana del caminante, incluso tachonado de elementos estéticos, permitirían crear las bases para una ciudad humanamente controlable en la que desplegar con tranquilidad el resto de las experiencias urbanas del ciudadano.
La idea es loable si nos mantenemos dentro de la tradición del pensamiento anti-urbano y de su confianza en que otro tipo de ciudad es posible, como si se prestara a diseño lo que sólo ha podido ser construido y reconstruido entre todos (diríamos, autopoiéticamente, en el lenguaje de la moderna teoría de sistemas), entre cientos de miles, entre millones de personas, en un diario ir y venir que se resiste a todo intento de previsión o de planificación, y que, de manera no poco asombrosa, consigue armonizar, dentro de ciertos límites, la vida de tamaño volumen de personas y actividades. Para quienes hemos crecido en una gran ciudad (supongo que podríamos considerar a Madrid y Barcelona entre las grandes, sin exagerar), sabemos por experiencia propia que el insano mundo de las mal llamadas patologías urbanas sólo es el entrañable insano mundo de nuestra biografía, el hábitat familiar en el que aprendimos a mirar el mundo desde la óptica de una ciudad que a los reformistas y a los que se han criado en otro tipo de asentamientos menores les parece aberrante, pero a nosotros, no tanto.
En la práctica, la propuesta de investigación y diseño que Lynch desarrolla en La imagen de la ciudad, su libro señero, reduce la vasta tarea de comprender la ciudad a un problema de orden casi mnemotécnico, consistente en descubrir las pequeñas estrategias de organización espacial que llevan al ciudadano medio o al turista a sentir con rapidez que la ciudad está bajo control y ya puede relajarse y dedicarse a sus tareas, a vivir la ciudad de las muchas o pocas maneras en que las vive. La ciudad queda definida así según la metáfora del recorrido, de una red de caminos, cruces y señales, más o menos compleja, que es transitada en busca de claves que sirvan para localizar cada lugar en relación con otros recorridos conocidos o posibles. Metáfora también del paseante, aunque no al modo del flaneur que se deja derivar en busca de la sorpresa que ofrece precisamente el sentirse perdido en el bosque del asfalto y los bloques de cemento, sino al modo del cumplido boy-scout, al que imaginamos norteamericano, joven, limpio, educado y eficiente en su tarea de encontrar señales, dejar marcas, abrir nuevos caminos, completar mapas y encontrar tesoros que siempre acaban en una alegre velada alrededor de la fogata. (Cuando el buen explorador crezca se convertirá en un respetable padre de familia que sólo deseará un barrio tranquilo, y acaso ajardinado, en el que sus hijos jueguen y caminen hasta el colegio sin las amenazas imaginadas y ubicuas de la delincuencia o el tráfico, aunque esa es otra historia).
Lynch tuvo un eco especial no sólo entre los urbanistas y los planificadores, sino también en la psicología académica. Un breve texto suyo fue incluido en el seminal handbook de psicología ambiental de Proshansky, Ittelson y Rivlin, y su distinción entre los ya clásicos elementos de la imagen urbana (las sendas, hitos, mojones, límites y barrios) pasaron a formar parte importante de la investigación psicológica sobre mapas cognitivos, cuyo auge académico se extendió más allá de los años ochenta de nuestro siglo XX. La psicología de Lynch merece, sin embargo, un apunte aparte.
Hay una psicología sencilla, de manual de primero, accesible a todos los que no tienen una formación especializada, pongamos a high-school level. Es la psicología que aprendemos de nuestra cultura, de la familia, de la calle, del cine de masas, que da por buenos conceptos como percepción, emoción, belleza, control, sin necesidad de reflexionarlos, porque ya parecen suficientemente claros y evidentes, y no necesitan de más discusión. Y otra que se entretiene en discusiones bizantinas sobre si es antes la gallina de la forma estimular o el huevo de los esquemas perceptivos, si el sentido responde a la biografía de la experiencia personal a solas o a la historia de la cultura compartida, si la ciudad es una entidad autopoiética que se extiende y cambia a pesar de nosotros o si es un mero imaginario proyectado desde el deseo que sólo así parece tener sentido. Yo me cuento entre los segundos; Lynch, entre los primeros. Y conste que esto, que parece demérito, también es su mejor virtud, pues le permite sentar un marco teórico suficiente, en unas pocas pinceladas comprensibles para la mayoría y aceptables con rapidez para todos los profesionales y los grupos de interés que hacen su vida en torno al problema del urbanismo, la planificación y el gobierno de lo urbano, de tal modo que puede pasar rápidamente a hacer entrevistas, a recopilar experiencias de usuarios, a organizar mapas compuestos (aquí resuena sin duda la ecología social de Chicago, que yo sostendría como fundamento no explícito del trabajo de Lynch, y no tanto esta psicología ingenua de la percepción que él propone como elemento clave de su argumentación) y a derivar sugerencias prácticas para el diseño de la ciudad. Una ciudad sencilla, regular, o con las irregularidades mínimas para que siga siendo regular pero no demasiado aburrida.
El ciudadano ejemplar de Lynch es el taxista, que recorre la ciudad incansablemente (es un decir) sin llegar nunca a sitio alguno, sin detenerse, sin entrar en ningún lugar, pues sus lugares son siempre la movilidad del recorrido a pie de calle, un vehículo entre vehículos que ha sido capaz de completar el ejercicio lógico de trazar el mejor mapa posible de los caminos y los hitos que los jalonan. Convertidos en taxistas ingenuos, el problema de la planificación se identifica entonces con hacer que el callejero, es decir, googlemaps, con su visión esquemática y su opción de la ciudad fotografiada, se despliegue ante nuestra mirada con la sencillez suficiente para saber dónde estamos, o mejor, cómo escapamos de donde estamos, cómo llegamos y cómo marchamos, porque lo prioritario no es estar, sino transitar, entrar para salir, llegar para marcharse.
Que la imagen orientacional tenga relaciones con otros aspectos de la experiencia urbana, como el sentido de identidad, la comprensión del espacio, las capas históricas, su dominio activo o la experiencia estética está fuera de duda, pero no está ni mucho menos claro que la cuestión orientacional tenga una papel preponderante en la estructuración de todas estas otras experiencias urbanas, ni que deba tenerlo desde el punto de vista de una lógica planificadora. De hecho, tampoco está claro, en esta vuelta de siglo que Lynch ya no conoció ni pudo anticipar, que el concepto de planificación tenga el valor, la utilidad ni la efectividad que entonces se le suponía.
El presupuesto psicológico (cognitivo) es traducido así en una suerte de valor principal que el planificador pone en juego para dirigir el diseño de la gran ciudad, reducido a la idea de construir ambientes/recorridos sencillos y regulares para que la gente pueda ubicarse con facilidad allí donde se encuentre y allí hacia donde se encamine. Es decir, diseñemos ciudades para que la gente que camina no se pierda, y pueda de este modo quedar libre para desarrollar con tranquilidad las restantes maneras de experienciar la ciudad.
La actividad del planificador se limita a diseñar la sencillez del entramado urbano para que el ciudadano taxista no se pierda demasiado, o sólo un poco y que se encuentre con rapidez. Una actividad inocua, que deja para un después diferido las sonoras patologías urbanas, el delito, el hacinamiento, la insalubridad ambiental, las desigualdades, las bolsas de pobreza (curiosamente, en los manuales de psicología ambiental solía incluirse el graffiti entre estas patologías, muestra de que cierto sesgo de clase media de los investigadores veían amenazas allí donde otros veían libertad y rebeldía, proclamación de la tribu y del uno mismo). Una ciudad comprensible y agradable para la vista y el recorrido es un buen comienzo para el planificador, aunque en ningún caso el final de su trabajo, ni el marco fundamental de nuestra vida en la ciudad.
* Esta reseña fue publicada originalmente en blog URBS en octubre de 2016.
Baltasar Fernández (@btsrbtsr) es psicólogo social de orientación construccionista y discursiva, interesado en el desarrollo de las sociedades y el pensamiento postmodernista, es editor de URBS.